Casi ha pasado un mes. Y todo ha sido silencio. Ni una mala palabra, ni una pobre canción, ni una vieja foto. Nada. Como en las viejas películas del oeste, lo único que ha ocurrido por este blog en casi 30 días ha sido el polvo movido por el viento, pequeño remolinos sobre el suelo sin asfaltar de este vacío poblado de palabras.
Ya es curioso, porque para un tiempo en el que habría muchas cosas que contar, precisamente lo que me han faltado han sido fuerzas, ánimos, energías. Qué digo, motivación. He dejado de encontrarle sentido a este blog. Quizás porque, al igual que los fármacos cuando nos sobremedicamos, ha perdido su valor terapéutico sobre mí. Y hoy sólo es un hermoso diván decorativo, tapizado como las viejas maletas de viaje con los parches y sellos de las estaciones por las que hemos pasado a lo largo de la vida. Tengo la sensación de que cada vez necesito contar menos cosas, porque nada de lo que digo es importante, es trascendente o le interesa a alguien. Una suerte de regreso a la humildad sin que ello sea un reconocimiento de que esta bitácora era un monumento a la vanidad. Nunca aspiró a tal cosa.
Así que, ayuno de inspiración y voluntad, sólo me queda exprimir el orgullo con tal de que el blog no acabe siendo un pequeño cementerio lleno de enredaderas y hierbajos, donde los del botellón van a mear y tirar las bebidas vacías. Seguramente no volveremos a plantar rosas, pero al menos que no se convierta esto en una jungla.
Y ya que estamos, alguna impresión reciente, como la que me han dejado algunas películas y un par de libros. Me ha gustado mucho «La gran familia española». Buen cine. Buenas actuaciones. Y sobre todo, un buen guión y una historia bien dirigida. Habría que preguntarse por qué los supuestos chulazos del cine español son tan inexpresivos como Quim Gutiérrez. Yo no lo entiendo. La escuela de Mario Casas está haciendo un daño terrible. Más tibio me ha dejado «American hustle», uno de los títulos del año pasado (yo, como de costumbre, a la vanguardia!). Más allá de un descomunal Christian Bale, me ha parecido una cinta un tanto pretenciosa, una especie de traslación de «El Golpe» a los años 70, pero sin gracia ni chispa. Y de postre, «La mafia solo uccide d’estate» (La mafia solo mata en verano), deliciosa comedia con profunda corrosión sobre la cuestión mafiosa en Palermo. En Italia son maestros en reirse de sí mismos e invitar a la reflexión, convirtiendo la sonrisa en vergüenza propia. Y además, se entiende bastante bien, para aquellos que estén aprendiendo italiano.
Last, but not least, la cuestión literaria. Superada con satisfacción la aparentemente interminable saga de «La Torre Oscura», caímos una vez más bajo el embrujo de las novedades sobrepromocionadas. Entre ellas, «El jilguero» de Donna Tartt, una de las autoras más alabadas de Norteamérica. Con tres libros en veinte años, parece que entra por méritos propios en la categoría de culto. No le negaré su habilidad narrativa, pero sí su capacidad para mantener el pulso en una trama. Por no hablar del perentorio vicio de diluir la historia en detalles menores o añadir una coda final con poso moralizante. Al final, 1.150 páginas sólo las aguantan colosos como Tolstoi, Hugo o Dickens. Y no siempre.
Hay lista de espera en la estantería. Porque Camilleri y Markaris quieren que siga conociendo a Montalbano y Jaritos. Porque Abercrombie me regala nuevas andanzas de sus sufridos personajes. Porque Dennis Lehane está de rebajas en RBA. Porque un poco de Don Winslow siempre engrasa las articulaciones. Porque me pica la curiosidad con Steven Erikkson. Porque no me quedan más de Lorenzo Silva y sí de Asa Larsson. Porque le debo una cita a Escipión y un viaje infernal a Dante. Porque Talese me quiere hablar de familias mafiosas. Porque leer es un placer pocas veces igualado.